
Márgenes del maíz casi triplicarían a los de la soja
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Por Roberto Caferra - En la elección del fin de semana, poco menos de la mitad del electorado decidió no ir a votar. El poco entusiasmo es una alarma que el mismo sistema está obligado a no ignorar.
Opinión16 de abril de 2025Fueron muchos los que decidieron no ir a votar: más de un millón doscientas mil personas habilitadas para hacerlo el domingo en Santa Fe, prefirieron no hacerlo. Según los datos oficiales, poco más de la mitad de los ciudadanos habilitados se acercaron a las urnas. El dato frío, pero elocuente, no puede ser leído con indiferencia. La abstención masiva no es solo un fenómeno estadístico: es un síntoma de una democracia que muestra quiebres en sus cimientos más elementales.
La participación es el latido vital del sistema democrático. Cuando esa pulsión se debilita, lo que se erosiona no es solo el acto electoral, sino la legitimidad misma del sistema. El descreimiento, el desencanto y el escepticismo no nacen de un día para el otro. Son fruto de años de promesas incumplidas, de gestos arrogantes, de una política que muchas veces se miró el ombligo y olvidó mirar a la gente.
La democracia no muere de un golpe. A veces se apaga lentamente, en silencio, cada vez que un ciudadano decide que no vale la pena elegir, que todos son lo mismo, que el futuro ya está escrito por otros. Y eso debería alarmarnos más que cualquier resultado electoral.
No hay democracia plena sin participación. No hay política posible sin ciudadanía activa. A la estructura de la política le queda el trabajo urgente de reconstruir la confianza, volver a tender puentes entre el pueblo y sus representantes, y recordar que cada voto, aun en su aparente insignificancia, es una declaración de presencia. Cuando la población deja de votar, una nueva mayoría crece determinando los futuros. Cuando muchos dejan de votar, el sistema tambalea.
Un informe reciente del Instituto Idea muestra un dato alarmante: en más de la mitad de los países analizados, la mayoría de la población ya no cree que las elecciones sean libres ni justas. En lugares como Estados Unidos, Colombia o Rumania, la duda sobre la legitimidad del voto se ha convertido en norma. El descrédito avanza como una mancha de humedad en la pared: lento, silencioso, pero implacable.
En América Latina, el desencanto se ha vuelto crónico. Siete de cada diez personas dicen estar disconformes con el sistema democrático. ¿Es cinismo? ¿Es dolor? ¿O simplemente agotamiento? En Argentina, apenas un 10% confía en los partidos políticos. El voto se vuelve castigo, el ausentismo, una protesta muda. La democracia formal sobrevive, pero vacía de contenido.
Y no hay que mirar muy lejos: los jóvenes, que deberían ser el motor del cambio, están entre los más escépticos. La mitad de ellos no vería con malos ojos un golpe de Estado si eso trajera “soluciones a los problemas de su familia”. Suena brutal, pero también es un llamado de atención. ¿Qué le ofrece hoy el sistema al futuro cuando el mismo presidente Milei calificó una y otra vez al Estado como una organización criminal?
Sin participación plena la democracia se hiere. No de muerte, pero sí de indiferencia. Y no hay sistema que se sostenga si nadie cree en él. Tal vez sus principales actores tengan que volver a lo básico: a escuchar, a representar, a gobernar para todos y no solo para unos pocos. Si no, seguiremos sumando elecciones vacías, urnas llenas de silencio, y una ciudadanía cada vez más lejos de la política.
Sin participación plena la democracia se hiere. No de muerte, pero sí de indiferencia. Y no hay sistema que se sostenga si nadie cree en él.
(Este artículo fue tomado de su original en Rosario3 - Autoría: Roberto Caferra)
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